Epifanía de una sombra: novela póstuma de Mauricio Wacquez
No es posible esperar de estas observaciones una visión relativamente completa de esta novela, sino más bien algunas indicaciones sobre algunos aspectos de ella, intentos de alumbrar parcialmente dimensiones de su discontinua - y en cierto sentido, casi absoluta - magnificencia.
Epifanía de una sombra es el título de esta novela, primera parte de una trilogía: Oscuridad, de la que el resto son manuscritos semitrabajados de un autor ya inexistente, que procuraba recuperar el pasado intenso, intermitente, de unos jóvenes, entre ellos, de él mismo, a los que “el esplendor de la edad no les permite reconocer los momentos menos omitibles de sus vidas.”
La novela - significativamente reconocida como crónica en varios lugares del texto - consiste en el montaje o entrelazamiento de flujos de escritura que obstaculizan la continuidad natural de los acontecimientos y mezclan los espacios y los tiempos.
El orden en que se narran los acontecimientos no es cronológico - como podría esperarse de una crónica convencional -, pero tampoco resulta del puro azar y parecería corresponder, más que a una manipulación conciente del narrador, a un dejarse llevar de éste flujo de la rememoración, en un anhelo de acceder o recuperar algún sentido para quien ha vivido en resistencia y a contrapelo de los órdenes represivos, morales y políticos, de la sociedad que le tocó en suerte en el (des)orden de los tiempos.
De la sucesión de fragmentos o secuencias surge un cierto diseño de la obra que - más allá de las prohibiciones sociales y sus transgresiones trágicamente hedonista - tiende a desaparecer en sus últimas secuencias, que quedan más bien en el estado de materiales que, más elaborados, habrían sido también parte de la base de sustentación del diseño, designio o estructura que persigue esta escritura, tensa y desesperanzadamente, a lo largo de su extensión inconclusa.
Los escenarios
Los acontecimientos se desarrollan en dos grandes escenarios que coexisten y luego se sustituyen el uno al otro. Uno de ellos es el espacio rural, el lugar de origen del protagonista central - si es que puede hablarse de centralidad en la extraordinaria dispersión y despedazamiento de esta novela -, Ñilhue, en la provincial de Colchagua, en el que transcurre su infancia y la de otros niños, pero también el común, desigual y conflictivo tránsito a la adolescencia.
El otro es el espacio urbano - Santiago, la capital de Chile -, al que Santiago llega a concluir sus estudios secundarios, las humanidades de entonces, y da comienzo a su formación universitaria. Espacio abierto - a veces íntimo, secreto - de encuentros y desencuentros, de complejidades y traiciones al margen de las familias y su cariño opresivo, asfixiante, ya un poco inútil o incluso falso, más bien evitándolas en un presente separado nebulosamente de sus orígenes, verdaderos o inventados, autónomo, suspendido en su pura actualidad de sensaciones y conocimiento, en la persecusión del amor, la carne y la inteligencia, con todo el futuro por delante, sintiendo a veces los aletazos de una potencial e (im)probable perfección en ciernes.
Pero el narrador notoriamente privilegia el escenario rural - un mundo ya desaparecido, declara varias veces - en la morosidad y viculación emocional - e ilusionismo - de las descripciones tanto del entorno natural como de las casas patronales, bodegas y otros lugares de actividad humana clandestina o pública, más de lo uno que de lo otro.
De hecho, la crítica ya ha destacado el esplendor de sus descripciones del paisaje y de los jardínes, parques, corredores o invernaderos en que coexiste la flora, el bosque nativo con especies importadas en las sucesivas oleadas de colonización y emigraciones que nos pueden incluso sorprender con la presencia, en esos rincones, de una pianista rusa que da lecciones de ese instrumento. Un fragmento maestro de esta percepción y aprehension estética de la naturaleza - de la belleza natural, tan poco considerada por Hegel - es aquél en que “en medio de estruendo de las piedras que se despeñan por el río solar, la mirada encaja en el paisaje como un juego de maderas finas.”
Este paisaje - natural, artificial o mezclado - tiene el efecto de un marco esplendoroso para la exhibición - reiterada, como si el narrador insistiera en reconocer una identidad positiva en ambas - de la vida familiar y social de la comarca, caracterizada, a primera vista, por la cordialidad y buena disposición, el amor severo, distante, protector, autoritario, de los padres hacia los hijos, suave e indulgente en la madre de Santiago, la sana convivencia, respetuosa de normas sociales y principios religiosos, el orgullo de clase, civilizado o en camino de serlo, los fuertes sentimientos de comunidad y pertenencia a la región.
Pero - como el narrador inciertamente maduro lo denuncia más adelante, con ferocidad y amargura o desencanto - esta superficie pulida, espejeante, es más que nada pura apariencia que -pese a los controles e hipocresía - no deja de mostrar pequeñas o mayores hendiduras, súbitos desgarros o destapes de olla que delatan un tenebroso fondo de ambiciones, animalidad, codicia, envidia, resentimiento y, sobre todo, acumulación de deseos reprimidos, vida no vivida.
Así, la necesidad de mantener una apariencia de bienestar ocultaba en muchas familias, supuestamente acomodadas, “la sombra de la miseria, tanto moral como física” de manera que la inestabilidad que afectaba a los niños y jóvenes en sus propias casas los inducia a la perversión y al desvarío. Por otra parte, el cumplimiento del tabú virginal convertía a “las más hermosas náyades en diosas de la sodomía.”
La narrativa anterior referida a esta zona - la zona central, el núcleo originario de Chile - ya había detectado estas características o parte de ellas. Mariano Latorre - en sus algo olvidados cuentos o en la también olvidada Zurzulita - las había reducido a resultados de la herencia ancestral o a efectos del medio geográfico, haciendo uso de un racismo y un telurismo sospechosamente ahistóricos que, además, disolvía a los individuos (lo que más existe, habría exclamado eufórico el narrador de la novela de Wacquez) en generalidades de clase o especie.
Por su parte, Casa de Campo de Donoso representa alegóricamente los falsos esplendores de la oligarquía de una ubicua hacienda latinoamericana que, en parte, es también de esta región, pero - y utilizando la hipocresía de algunos de sus personajes, esto es, sacando las castañas con la mano del gato - corre también cortinas y tupidos velos ante algunas escenas. El lugar sin límites - una de sus grandes novelas - resalta esperpénticamente el dolor (no el goce, hay aquí masoquismo, feismo, no hedonismo, anhelo de belleza) de un viejo homosexual de provincia, de patas flacas y peludas, al que los machos del pueblo - algunos de los cuales lo han probado o al menos masajeado - le echan encima los perros.
El narrador de Epifanía de una sombra, en cambio - desde la no sabiduría y la no plenificación de sus sesenta años - se inclina sobre los jóvenes de su relato, hombres y mujeres, esto es, sobre todo el pasado de estos personajes desocultando o, mejor dicho, (re)creando - en una escritura y en imágenes que funden lo vivido y lo deseado en una especie de hiperrealismo o irrealismo verosímil - un erotismo liberado de trabas y convenciones históricas, homosexual, heterosexual, descubridor del cuerpo como totalidad, superficie o fragmento susceptibles de experiencia erótica.
Un personaje
Pese a la profusión y profileración de personas que aparecen y desaparecen o que - como él - se mantienen largo tiempo en el escenario y pese a su posición marginal, o quizás debido a ello - pasa gran parte de su infancia y adolescencia en cama, aquejado de sucesivas y graves enfermedades, entre otras, de meningitis -, Santiago Warni llega a transformarse en el personaje central del relato, un observador inmóvil que procura estar informado y tiene informantes varios (entre ellos uno que lo ama), que ha tenido tiempo para pensar y para leer y que aspira a realizar en su vida el contenido de algunas de sus lecturas, ya que - en opinión del maduro narrador – su “verdadera enfermedad era que nada de lo que vivía era comparable con la eminencia de sus heroes.” Ya en su infancia, llegó a tener una gran capacidad de manipulación y desde su (des)centrada posición procuró atraer al secreto objeto de su deseo - Vicente Olavarrieta, el gran seductor de muchachas, que oculta su verdadera pasión -, pero fracasa porque su intermediario lo impide, llevando a cabo un acto que, dentro de poco, nos precipitará en el horror y que para Santiago Warni Ramirez significará su primera y decisiva pérdida del objeto amado, para el cual había diseñado una larga y paciente estrategia de conquista. Nadie más indicado (o tal vez menos por su cercanía) que el narrador para recuperar o reconstruir desde la distancia de los años la “la doble vida de nuestro personaje principal”, que le impide “valorar la profunda separación entre la realidad quimérica y el dislate que regia todos sus actos.”
Santiago es hijo de un anciano enólogo francés, que ocupa la amplia casa patronal de una hacienda vinícola y del cual, durante mucho tiempo, no se sabe con claridad si es dueño o administrador de la hacienda. La identidad de Santiago es también ambigua en virtud de su doble procedencia y de su atravesada posición social. Parece naturalmente instalado en el escenario y se desplaza en él con la soltura de los dueños de la tierra, pero afirma y hunde cada uno de sus pies en distintos niveles de procedencia - padre extranjero y madre chilena - y de posición social, flotando entre la clase proletaria y la clase media provista de alguna formación o talento. Tenso entre dos culturas y dos orígenes, su verdadera patria es - parodiando a Rilke - su conflictiva infancia.
El narrador
Me parece que la separación entre el narrador y el protagonista - que no es producto de una estrategia, sino de la extrañeza, la escisión y el olvido generado por el paso del tiempo - es decisiva para el despliegue y constitución del disperso, pero poderoso, rapsódico mundo de la novela y su fascinante y a la vez atroz esfuerzo de abrir las condiciones de encuentro de un sentido para una vida que, además, apenas se reconoce - y en virtud del puro presente - como dudosamente propia.
A la luz o sombra de algunos segmentos de la obra aparecen suficientes indicios que permiten identificar formalmente y, en parte, materialmente al narrador maduro con la convulsionada figura de Santiago Warni: “De toda la crónica de su vida, Santiago, debe elegir lo que sea menos desvergonzado, menos inútil o gratuito… lo que el narrador, no el héroe, pretende es que de alguna manera los hechos hinquen verdades en el corazón del lector y en el corazón de aquel país desaparecido.”
La reconstrucción del pasado - la epifanía de una sombra - no está guiada por un programa y más bien se abre paso en las condiciones altamente negativas en que se encuentra el erosionado y cansado narrador y que se relaciona no sólo con una memoria errática, que se activa por ráfagas que, a veces, traen materiales adulterados o sustituye los recuerdos, sino también por los peligros del autoengaño piadoso o la complacencia con alguna imagen amable de su propio pasado, trampas del espíritu, canto de sirenas tardíos a los que trata de resistir, porque siente que suenan a hueco y no conducen a una epifanía sostenida en los jirones de su vida y la perplejidad (in)corruptible de su pensamiento.
En este sentido, la reconstitución de su vida se inscribe en el orden óntico de la irrealidad verosímil - que hace confluir las imágenes del deseo de entonces con “los sinuosos caminos que llevan a la verdad de la infancia, que no se compadecen con el estricto rigor de los hechos” - en una búsqueda de legitimación o gratificación, casi in articulo mortis del devenir (in)feliz de una vida salpicada por una serie (in)suficiente de momentos de plenitud estético - erótica.
Desde luego, de la lectura de esta novela - crónica o informe - resulta claro que no es la crítica o denuncia social la que impulsa el flujo escritural, sino algo más básico y fundamental: la búsqueda de la liberación de los sentidos, la derrota o apartamiento de las variedades represivas de la moral y de los valores falsamente universales, el rechazo de deber ser que consulta la gratificación del cuerpo y no surge - llamemosla así - de su espiritualización o humanización, sino de su represión y aniquilamiento. Por ello - tratando de legitimar una nueva praxis, no solo erótica, que él no pretende haber encontrado - el viejo narrador aún no suficientemente derrotado, se pregunta: “Porque ¿qué son la sapiencia, la empiria y la cordura sin la juventud, la belleza, el amor, la locura, sin que al fin se imponga la perturbada carne humana?”
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